Tribuna libre 19/10/2012
Antonio Lozano / Las Palmas de Gran Canaria
El 15 de octubre de 1987, hace ahora 25 años, unos hombres armados irrumpían en el Consejo de la Entente de Uagadugú, donde el Presidente de Burkina Faso, Thomas Sankara, mantenía una reunión con un grupo de asesores. Al escuchar los disparos que acabaron con la vida de los guardias apostados en la entrada del edificio, Sankara supo que venían a por él y así lo hizo saber a los hombres que lo acompañaban. Salió de la sala de reuniones para afrontar la situación y fue recibido por los balazos que, en ese preciso instante, daban por finiquitada una de las experiencias políticas más extraordinarias y fructíferas llevadas a cabo en el continente africano.
Los asesinos del Presidente, que remataron su faena liquidando a los acompañantes de Sankara –sólo uno sobrevivió, haciéndose pasar por muerto entre los cadáveres de los demás-, obedecían órdenes de Blaise Compaoré, el gran amigo de Sankara y segundo de a bordo de la revolución. El traidor no actuaba únicamente por su cuenta: nadie duda de la participación en el complot de manos extranjeras. Los servicios secretos franceses, y muy probablemente la CIA, habían decidido que la aventura sankarista había durado ya demasiado. Compaoré tomó desde ese mismo día las riendas del país y volvió a dirigirlo por la senda que, en opinión de la antigua metrópoli, nunca debería haber abandonado: la de la obediencia ciega al amo, la de la sumisión incondicional a sus intereses y sus dictados. Las veladas amenazas del Presidente Mitterrand, pronunciadas en público ante Thomas Sankara, tomaban así cuerpo.
Atrás quedaba la gigantesca labor de un hombre que, a los 33 años, tomaba el poder mediante un golpe de estado cívico-militar con el empeño de transformar en profundidad su país, mejorar las condiciones de vida de sus conciudadanos y lograr la auténtica independencia, esa que, a pesar de las apariencias, no había llegado al país el 5 de agosto de 1960. Muchos fueron los logros de la revolución sankarista. La lucha contra la corrupción fue uno de los más espectaculares y el primero en dar ejemplo fue él mismo, manteniendo su modesto sueldo de capitán, adoptando como coche oficial el más barato del país en ese momento, dejando claro que los tiempos del nepotismo quedaban atrás al prohibir a sus familiares directos el acceso a la función pública. La lucha en favor de la igualdad de género fue otra de las grandes batallas de Sankara y las medidas que tomó en ese ámbito revolucionaron la situación de la mujer en la sociedad burkinabesa. Los avances en el campo de la economía –con una reforma agraria que logró el autoabastecimiento en cereales-, de la educación o de la sanidad fueron objetivos clave de la profunda renovación del país que Sankara se había propuesto. Pero, con todo, quizá fue en la transformación de las mentalidades donde la obra de Sankara ha pervivido con más fuerza. El burkinabés pasó de ser el eslabón más bajo de la cadena de la miseria saheliana para convertirse en el protagonista de una aventura política insólita que despertaba la admiración de millones de africanos en todo el continente. Sankara era el Presidente que todos querían para sí, el referente que demostraba que África sí puede avanzar en la transformación política y social por sus propios medios.
Y ese fue, probablemente, uno de los argumentos que más pesaron a la hora de tomar la decisión de eliminar a Thomas Sankara. El discurso de que África no puede salir adelante sin la tutela occidental sigue vivo, y así seguirá mientras los recursos naturales del continente sean indispensables para el funcionamiento de la maquinaria industrial del Norte. Aceptar referentes como el de Sankara contradice a las claras ese discurso que tanto ha calado en el imaginario de la ciudadanía occidental, como ya antes lo habían hecho los estereotipos fabricados para justificar la esclavitud primero, la colonización después. Sankara debía desaparecer para dejar de ser la esperanza de los pueblos africanos, la voz que reclamaba la unidad del continente, que clamaba contra la injusticia de la deuda externa y se oponía a su pago. Burkina Faso debía volver a ser lo que siempre había sido, y a Blaise Compaoré le encargaron ese cometido. Regresaron la corrupción y la represión política. El antiguo compañero de Sankara se ha convertido en uno de los hombres más ricos del continente, y no dudó en hacer asesinar, para despejar del todo el camino, a los otros dos otros padres de la revolución: unos meses después de Sankara, les tocó el turno a Lingani y a Zongo. Hoy es recibido con todos los honores por los grandes líderes del mundo rico. El último en abrirle de par en par las puertas del Eliseo ha sido, hace unas semanas, el Presidente socialista François Hollande.
Todo, pues, volvió al orden. En torno a Sankara y a su obra se elevó un muro de silencio que aún permanece en pie y que tiene el objetivo de que su nombre no signifique nada fuera de las fronteras del continente negro, donde sigue siendo el líder que todos querrían para sus pueblos. Este 15 de octubre de 2012, desde diferentes ciudades del mundo, se sigue trabajando para abrir en ese muro fisuras que dejen pasar la voz del hombre que dio a su país el nombre de aquello en que lo quiso convertir: l a tierra de los hombres íntegros.