La traducción al español del discurso procede del libro «La emancipación de la mujer y la lucha africana por la libertad», publicado por primera vez por Pathfinder Press en 1990. Contiene tanto el discurso de Sankara que figura a continuación como un extracto de su discurso político, un prefacio de Mary-Alice Waters, una introducción de Michel Prairie y un conjunto de fotos. La versión en texto para nuestro sitio web ha sido posible gracias al aporte de Pedro Fernández Quiroga.
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8 DE MARZO DE 1987 La revolución no puede triunfar sin la emancipación de la mujer
No es común que un hombre se dirija a tantas y tantas mujeres a la vez. Tampoco es muy común que un hombre sugiera a tantas y tantas mujeres a la vez las nuevas batallas que hay que librar. El hombre experimenta por primera vez su timidez en el instante en que adquiere conciencia de que está frente a una mujer. Por lo tanto, camaradas militantes, comprenderán que, a pesar de toda la alegría y el placer que me produce hablarles, aún sigo siendo un hombre que ve en cada una de ustedes a la madre, la hermana o la esposa. Deseo también que nuestras hermanas aquí presentes, que han venido desde Kadiogo, y que no comprenden el francés —lengua extranjera en la que voy a pronunciar mi discurso—, sean indulgentes con nosotros, como lo han sido siempre, ya que son ellas como nuestras madres, quienes aceptaron llevarnos en sus entrañas durante nueve meses sin quejarse.
[Sankara luego, en el lenguaje mooré, asegura a dichas mujeres que se les brindará traducción.]
Camaradas, la noche del 4 de agosto dio a luz el acontecimiento más saludable para el pueblo burkinabé. A nuestro pueblo le dio un nombre y a nuestro país un horizonte. Colmados de la savia vivificante de la libertad, los hombres de Burkina, los humillados y proscritos de ayer, han recibido el sello de eso que es lo más preciado del mundo: la dignidad y el honor. Desde ese momento, la felicidad se ha vuelto accesible y cada día marchamos hacia ella, impregnados de las luchas que son testimonio de los grandes pasos que hemos dado ya. Pero la felicidad egoísta no es más que una ilusión y a nosotros nos hace falta algo grande: la mujer. La mujer ha sido excluida de esta procesión jubilosas.
Si bien los hombres han llegado ya a los bordes de este enorme jardín que es la revolución, las mujeres están todavía confinadas a una oscuridad despersonalizadora, limitadas a intercambiar a gritos o con susurros sobre las experiencias que abrazan a Burkina Faso, y que por el momento para ellas no son más que clamores. Las promesas de la revolución son ya una realidad para los hombres. Para las mujeres, por el contrario, solo son rumores. Y sin embargo, de ellas dependen la verdad y el futuro de nuestra revolución.
Estas son cuestiones vitales, son cuestiones esenciales porque nada completo, nada decisivo, nada duradero se podrá hacer en nuestro país, en tanto que a esta parte importante de nosotros mismos se la mantenga en esa condición de sometimiento impuesta durante siglos por los diferentes sistemas de explotación.
De aquí en adelante, los hombres y las mujeres de Burkina Faso deberán modificar profundamente la imagen que se hacen de sí mismos, dentro de una sociedad que, no solamente establece relaciones sociales nuevas, sino que provoca una mutación cultural al trastocar las relaciones de poder entre hombres y mujeres, y al obligar a que unos y otras reconsideren la naturaleza de cada uno.
Esta es una tarea ardua pero necesaria, pues se trata de lograr que nuestra revolución alcance toda su dimensión, libere todas sus posibilidades y revele su verdadero significado a través de estas relaciones inmediatas, naturales, necesarias del hombre y la mujer, que constituyen las relaciones más naturales entre un ser humano y otro. Esto pondrá en evidencia hasta qué punto el comportamiento natural del hombre se ha hecho humano y hasta qué punto su naturaleza humana constituye su verdadera naturaleza.
Este ser humano, conglomerado vasto y complejo de penas y alegrías, de soledad en el abandono, y aun así, cuna creadora de la inmensa humanidad; este ser sufrido, frustrado y humillado, y sin embargo, fuente inagotable de felicidad para cada uno de nosotros, sitio incomparable de afecto, estímulo de los actos de valor más inesperados, este ser al que se tilda de débil pero que es una increíble fuerza inspiradora de caminos que llevan al honor. ¡Este ser, verdad carnal y certidumbre espiritual, está aquí, mujeres, son ustedes!
Ustedes, canciones de cuna y compañeras de nuestra vida, camaradas en nuestra lucha y que, por eso, en toda justicia se deben imponer en un plano de igualdad en la convivialidad del festín de las victorias de la revolución.
Es bajo esta luz que todos nosotros, hombres y mujeres, debemos definir y afirmar el papel y el lugar de la mujer en la sociedad. Por tanto, debemos restituir al hombre su verdadera imagen haciendo que el reino de la libertad triunfe por encima de las diferencias naturales, gracias a la liquidación de todos los sistemas hipócritas que consolidan la cínica explotación de la mujer.
En otras palabras, plantear la cuestión de la mujer en la sociedad burkinabé de hoy significa abolir el sistema de esclavitud al que ha estado sometida por miles de años. Antes que nada, es necesario comprender cómo funciona este sistema, captar su verdadera naturaleza y todas sus sutilezas, para luego poner en marcha un plan que conduzca a la emancipación total de la mujer.
Dicho de otra forma, para ganar un combate que es común tanto para el hombre como para la mujer, es necesario conocer todos los aspectos de la cuestión femenina a escala nacional y universal, y comprender cómo, hoy en día, el combate de la mujer burkinabé se incorpora al combate universal de todas las mujeres y, lo que es más, al combate por la rehabilitación total de nuestro continente. La situación de la mujer es, por tanto, el meollo de toda la cuestión humana, aquí, allá, por todas partes. Es una cuestión que tiene un carácter universal.
La lucha de clases y la condición de la mujer en el mundo
No cabe duda que estamos en deuda con el materialismo dialéctico por haber proyectado la luz más poderosa sobre los problemas de la situación de la mujer, una luz que nos permite delimitar el problema de la mujer dentro de un sistema generalizado de explotación. El materialismo dialéctico define la sociedad humana no como un hecho natural inmutable sino como contraria a la naturaleza.
La humanidad no se somete pasivamente al poder de la naturaleza. Toma este poder bajo su control. Esta toma de control no es una operación interior y subjetiva. Se efectúa objetivamente en la práctica, si la mujer deja de ser considerada como un simple organismo sexual y se toma conciencia, más allá de sus funciones biológicas, de su valía en la acción. Es más, la conciencia que la mujer adquiere de sí misma no se define solamente por su sexualidad. Refleja una situación que depende de la estructura económica de la sociedad, estructura que traduce el grado de evolución técnica y de relaciones entre clases que ha alcanzado la humanidad.
La importancia del materialismo dialéctico reside en haber superado las limitaciones esenciales de la biología, escapado a las tesis simplistas sobre la esclavitud de la especie humana ante la naturaleza, para poner todos los hechos dentro de un contexto económico y social.
También, al remontarnos en la historia humana, veremos que el dominio de la naturaleza por el hombre jamás se ha realizado de forma directa, a puro cuerpo. La mano, con su pulgar prensil, ya se prolonga a través de la herramienta que multiplica su poder. No son por lo tanto solo las características físicas —la musculatura, el parto, por ejemplo— las que han consagrado la desigualdad entre la condición de la mujer y la del hombre. Tampoco ha sido la evolución tecnológica en sí la que la ha confirmado. En algunos casos, y en ciertas partes del globo, la mujer ha podido anular la diferencia física que la separaba del hombre.
Fue el paso de una forma de sociedad a otra lo que sirvió para justificar la institucionalización de dicha desigualdad. Una desigualdad producida por la mente y por nuestra inteligencia para lograr la dominación y explotación concretadas, reflejadas y vividas en las funciones y roles sociales a los que hemos relegado a la mujer desde entonces.
La maternidad, la obligación social de ajustarse a los cánones que los hombres desean como elegancia impiden que la mujer que así lo desee desarrolle una llamada musculatura masculina. Durante milenios, desde el paleolítico hasta la edad del bronce, las relaciones entre los sexos fueron, de acuerdo a los paleontólogos más calificados, de complementariedad positiva. ¡Este tipo de relaciones duró ocho milenios, basadas en la cooperación e interacción, y no en la exclusión de la mujer, propia de un patriarcado absoluto que más o menos se generalizó durante esta época histórica!
[Friedrich] Engels no solo ha trazado la evolución de la tecnología sino también de la esclavitud histórica de la mujer que nace con la aparición de la propiedad privada, en virtud del paso de un modo de producción a otro, y de una organización social a otra.
Con el trabajo intensivo necesario para desmontar los bosques, cultivar la tierra, sacar el máximo partido de la naturaleza, se desarrolla el principio de la división del trabajo. El egoísmo, la pereza, la indolencia, en suma, la idea de sacar el mayor beneficio con el menor esfuerzo, surgen de lo más profundo del hombre y se erigen en principios.
La ternura protectora de la mujer respecto de su familia y el clan se convierte en una trampa que la sujeta a la dominación del hombre. La inocencia y la generosidad pasan a ser víctimas del disimulo y de los cálculos inescrupulosos. Se escarnece el amor. Se mancilla la dignidad. Todos los sentimientos verdaderos se transforman en objeto de regateo. Desde ese momento, el sentido de hospitalidad y de compartir de las mujeres sucumbe ante la trampa y el engaño.
Aunque consciente de esta traición, que le impone una porción desigual de las tareas, ella, la mujer, sigue al hombre a fin de cuidar y criar todo lo que ama. El hombre explota al máximo la abnegación de la mujer.
Más adelante, el germen de esta explotación criminal establece normas sociales atroces, que van más allá de las concesiones conscientes de la mujer históricamente traicionada.
La humanidad llega a conocer la esclavitud con la propiedad privada. El hombre, amo de sus esclavos y de la tierra, pasa a ser también propietario de la mujer. Esta constituye la gran derrota histórica del sexo femenino. Se explica por los grandes trastornos en la división del trabajo, a raíz de los nuevos modos de producción y de una revolución en los medios de producción.
Es entonces que el derecho paternal sustituye al derecho maternal. La transmisión de la propiedad se hace de padre a hijo y no, como anteriormente, de la mujer a su clan. Aparece la familia patriarcal fundada sobre la propiedad personal y única del padre, que ha devenido en jefe de la familia. En esta familia la mujer es oprimida. Rey y soberano, el hombre sacia sus caprichos sexuales con las esclavas o las cortesanas. Las mujeres se transforman en su botín y sus conquistas mercantiles. Obtiene ganancia de la fuerza de trabajo y gozo de la diversidad de placeres que ellas le procuran.
Por su parte, no bien el amo les da la oportunidad, las mujeres se vengan con la infidelidad. Así, el matrimonio se complementa de forma natural con el adulterio. Es la única defensa de la mujer contra la esclavitud doméstica a la que es sometida. La opresión social es aquí la expresión de la opresión económica.
En un ciclo de violencia como tal, la desigualdad no tendrá fin sino con la llegada de una nueva sociedad, es decir, hasta que hombres y mujeres gocen de los mismos derechos sociales, como resultado de una transformación de los medios de producción y de todas las relaciones sociales. Por lo tanto, el destino de la mujer no mejorará sino con la liquidación del sistema que la explota.
En realidad, a través de todas las épocas y donde sea que triunfó el patriarcado, existe un estrecho paralelo entre la explotación de las clases y la dominación de las mujeres. Por cierto, ha habido períodos más esclarecidos donde las mujeres, sacerdotisas o guerreras, rompieron las cadenas de la opresión. Pero la esencia de esta opresión, tanto a nivel de la práctica cotidiana como a nivel de la represión intelectual y moral, ha persistido y se ha consolidado. Destronada por la propiedad privada, expulsada de sí misma, relegada al rango de nodriza y de sirvienta, considerada como irrelevante por los filósofos (Aristóteles, Pitágoras y otros) y por las religiones más establecidas, desvalorizada por los mitos, la mujer comparte la suerte del esclavo que, dentro de las sociedades esclavistas, no es más que una bestia de carga con rostro humano.
No debe sorprender, entonces, que en su fase de conquista, el capitalismo, para el cual los seres humanos no son más que cifras, sea el sistema económico que ha explotado a la mujer con el mayor cinismo y el mayor refinamiento. Tal es así que, según se informa, los fabricantes de la época no empleaban más que mujeres para sus telares mecánicos. Daban preferencia a las mujeres casadas y, entre ellas, a quienes tenían que mantener a la familia, porque éstas desplegaban mucha más atención y docilidad que las solteras. Ellas trabajaban hasta agotar sus fuerzas para procurar los medios de subsistencia indispensables.
Es así como los atributos propios de la mujer se tornaron en desventajas, y todos los elementos morales y delicados de su naturaleza se convierten en medios de su sometimiento. Su ternura, el amor a la familia, la meticulosidad que la mujer aporta a su trabajo, se utilizan contra ella: todo se utiliza en su contra, mientras que ella se cuida de las debilidades que pueda tener.
Así, a través de las épocas y a través de los diversos tipos de sociedad, la mujer ha soportado un triste destino: el de la desigualdad constantemente confirmada con respecto al hombre. Si bien se ha manifestado con giros y perfiles diversos, esta desigualdad no ha dejado de ser la misma.
En la sociedad esclavista, el hombre esclavo era considerado como un animal, un medio de producción de bienes y de servicios. La mujer, cualquiera fuera su rango, era subyugada en el seno de su propia clase y fuera de esa clase, igual sucedía con las que pertenecían a las clases explotadoras.
En la sociedad feudal, en base a la pretendida debilidad física o psicológica de la mujer, los hombres la confinaron a una dependencia absoluta del hombre. Considerada frecuentemente como objeto mancillado, o como agente primario de indiscreción, a la mujer —salvo raras excepciones— se le negaba el acceso a los lugares de devoción.
En la sociedad capitalista, la mujer, además de ser perseguida moral y socialmente, es también dominada económicamente. Mantenida por el hombre cuando deja de trabajar, sigue estándolo cuando se mata trabajando. No se puede arrojar luz viva suficiente sobre la miseria de la mujer, ni tampoco demostrar con suficiente fuerza que ella es solidaria con la miseria de todo el proletariado.
El carácter específico de la opresión de la mujer
Solidaria con el hombre explotado, eso es la mujer. No obstante, esta solidaridad con la explotación social de la que tanto hombres como mujeres son víctimas y que los liga históricamente, no debe hacer que perdamos de vista la realidad específica de la condición femenina. La condición de la mujer desborda los factores económicos debido a la singularidad de la opresión de la que es objeto. El carácter específico de esta opresión no se explica solamente estableciendo paralelos o cayendo en reducciones simplistas e infantiles.
Sin duda, bajo un sistema de explotación, la mujer y el obrero están condenados al silencio. Pero dentro del sistema actual, la mujer del obrero es además condenada al silencio que le impone su marido-obrero. En otras palabras, a la explotación de clases que les es común, la mujer enfrenta además sus relaciones singulares con el hombre, relaciones de oposición y de violencia que para imponerse se valen del pretexto de las diferencias físicas.
Hay que reconocer que la diferencia entre los sexos es una característica de la sociedad humana. Esta diferencia determina relaciones particulares que nos impiden considerar a la mujer, aun en el seno de la producción económica, como una simple trabajadora. La existencia de relaciones de privilegio, relaciones peligrosas para la mujer, hacen que la cuestión femenina se planteé siempre como un problema.
El hombre se agarra del pretexto de la complejidad de estas relaciones para sembrar confusión entre las mujeres y sacar provecho de todas las astucias características de la explotación de clases para mantener su dominación sobre ellas. Este es el mismo método que, en otros lugares, el hombre usó para dominar a otros hombres imponiendo la idea de que en virtud del origen de la familia y del nacimiento, o del derecho divino, ciertos hombres eran superiores a otros. Así se origina el régimen feudal. De igual manera, en otras partes, algunos hombres lograron dominar pueblos enteros, porque el origen y la explicación del color de la piel se usaron como justificación, supuestamente científica, para dominar a aquellos que tenían la desgracia de ser de otro color. Ese es el régimen colonial. Ese es el apartheid.
No podemos ignorar la situación de las mujeres, porque es lo que lleva a las mejores de ellas a embarcarse en la guerra de los sexos, cuando lo que se necesita es una guerra de clanes y de clases, y llevarla a cabo juntos, sencillamente. Pero se debe admitir que es la actitud de los hombres la que hace posible tal ofuscación, la que justifica hasta los más audaces argumentos del feminismo, muchos de los cuales por cierto han sido útiles en el combate que hombres y mujeres libran contra la opresión. Es un combate que podemos ganar, en el que venceremos, si comprendemos nuestra complementariedad, si reconocemos que somos necesarios y complementarios, si sabemos, en suma, que estamos condenados a ser complementarios.
Por ahora, nos vemos obligados a reconocer que el comportamiento masculino —hecho de vanidades, de irresponsabilidades, de arrogancias y de violencias de todo tipo respecto a la mujer— difícilmente puede desembocar en una acción coordinada contra la opresión femenina. Y qué decir de esas actitudes que llegan al colmo de la necedad y que, en realidad, solo sirven de válvula de escape para los hombres oprimidos que esperan que mediante la brutalidad contra sus mujeres pueden recuperar para sí mismos la dignidad humana que el sistema de explotación les niega.
Esta necedad masculina se llama sexismo o machismo: todas las formas de indigencia intelectual y moral, incluso de impotencia física más o menos declarada, que con frecuencia obligan a que las mujeres políticamente conscientes consideren un deber la necesidad de luchar en dos frentes.
A fin de luchar y vencer, la mujer debe identificarse con las capas y clases sociales oprimidas: los obreros, los campesinos y demás. Un hombre, por más oprimido que esté, encuentra a otro ser a quien oprimir: su mujer. Esto es seguramente afirmar una terrible realidad. Cuando hablamos del vil sistema del apartheid, nuestros pensamientos y nuestras emociones se vuelcan hacia los negros explotados y oprimidos. Pero desgraciadamente olvidamos a la mujer negra que aguanta a su hombre, este hombre que armado de su passbook (pasaporte interno) se permite desvíos censurables antes de regresar a ella, quien lo ha esperado dignamente en medio del sufrimiento y de la miseria. Pensemos también en la mujer blanca de Sudáfrica, aristócrata, colmada sin duda en lo material, pero que desafortunadamente es una máquina de placer de hombres blancos lúbricos que ya no pueden olvidar sus terribles crímenes perpetrados contra los negros sino con la embriaguez licenciosa y pervertida de relaciones sexuales bestiales.
Además, no faltan ejemplos de hombres, si bien progresistas, que viven alegremente en el adulterio, pero que estarían listos para asesinar a su mujer por la mera sospecha de infidelidad. Numerosos son los casos entre nosotros de hombres que buscan pretendidos consuelos en los brazos de prostitutas y cortesanas de todo tipo. Sin olvidar a los maridos irresponsables cuyos salarios solo sirven para entretener a sus amantes y enriquecer las arcas de los lugares de consumo de bebidas.
Y qué opinión nos podemos formar de esos hombrezuelos, también progresistas, que se reúnen en ambientes lascivos para hablar de las mujeres de las que han abusado. Creen que de esta manera demuestran su hombría y humillan a aquellos cuyas mujeres han seducido. En realidad estos hombres son despreciables e insignificantes y no perderíamos nada al ignorarlos si no fuera porque su conducta de delincuentes atenta contra la virtud y la moral de mujeres de gran valor que habrían sido enormemente útiles a nuestra revolución.
Y luego están todos esos militantes más o menos revolucionarios —mucho menos revolucionarios que más— que no aceptan que sus esposas militen o que aceptan su activismo de día y solo de día; que castigan a sus mujeres si se ausentan para ir a reuniones o manifestaciones de noche. ¡Ah, estos desconfiados, estos celosos! ¡Qué pobreza de espíritu y qué compromiso condicional, limitado! ¿Es que una mujer desilusionada y decidida solo puede engañar a su marido durante la noche? ¡Y qué clase de compromiso político es el que espera que la militancia se suspenda al caer la tarde, para recuperar sus derechos y deberes solo al salir el sol!
Y, finalmente, ¿qué debemos pensar de ciertas opiniones en boca de militantes, a cual más revolucionarios, respecto de las mujeres? Opiniones como “despreciablemente materialistas”, “aprovechadas”, “comediantes”, “mentirosas”, “chismosas”, “intrigantes”, “celosas”, etcétera, etcétera. Puede que todo esto sea cierto respecto a las mujeres. Pero ciertamente es también cierto de los hombres.
¿Podría vulnerar menos nuestra sociedad a las mujeres , si constantemente las agobia y margina de todo lo que se suponga que es serio, determinante, es decir, lo que sea que esté por encima de relaciones subalternas y mezquinas? Cuando uno está condenado, como lo están las mujeres, a esperar a su marido para darle de comer y recibir de él la autorización de hablar y vivir, ¿qué otra cosa le resta a uno, a fin de mantenerse ocupado y crearse la ilusión de que es útil e importante, más que las miradas, los chismes, los cuchicheos, las riñas, las miradas sesgadas y envidiosas, seguidas de las murmuraciones sobre la coquetería de las demás y sobre sus vidas privadas? Las mismas actitudes se encuentran entre los hombres cuando están en las mismas condiciones.
Igualmente decimos de las mujeres que son olvidadizas, que tienen cabeza de chorlito. Pero no olvidemos jamás que cuando la vida entera se ve acaparada, atormentada por un esposo frívolo, un marido infiel e irresponsable, por los niños y sus problemas, agobiada en fin por atender a toda la familia, la mujer en esas condiciones no puede tener más que ojos macilentos que reflejan despiste y distracción. El olvido se transforma para ella en antídoto contra las penas, un atenuante de los rigores de la existencia, una protección vital.
Pero hombres olvidadizos los hay y también en cantidad. Unos olvidan con el alcohol y los estupefacientes, otros mediante diversas formas de perversidad en las cuales se embeben en el curso de sus vidas. Sin embargo, nadie dice jamás que los hombres son olvidadizos. ¡Qué vanidad! ¡Qué banalidades!
Banalidades con las que se disimulan las debilidades del universo masculino. Porque, dentro de una sociedad de explotación, el universo masculino necesita mujeres prostituidas, a las que se mancilla y se sacrifica después de usarlas ante el altar de la prosperidad de un sistema de engaños y de rapiña, y se las utiliza como chivos expiatorios.
La prostitución no es más que la quintaesencia de una sociedad donde la explotación se erige en regla. Es símbolo del desprecio que el hombre tiene por la mujer. Esta mujer que no es más que la imagen dolorosa de la madre, la hermana o la esposa de otros hombres, y por lo tanto de cada uno de nosotros. En definitiva, representa el desprecio inconsciente que sentimos por nosotros mismos. Mientras existan “prostituidores” y proxenetas seguirá habiendo prostitutas.
¿Pero quiénes van donde las prostitutas?
En primer lugar, los maridos que desean mantener la castidad de sus esposas y descargan sobre la prostituta sus indecencias y sus deseos depravados. Esto les permite mantener un aparente respeto por sus esposas, revelando su verdadera naturaleza en el regazo de las mujeres de la llamada vida alegre. De modo que, en el plano moral, la prostitución constituye la contraparte del matrimonio. Parece que los ritos y las costumbres, las religiones y la moral saben cómo adaptarse. Esto es a lo que los padres de la iglesia se refieren cuando dicen, “se necesitan las cloacas para garantizar la sanidad del palacio”.
Luego vienen los lascivos impenitentes e inmoderados que tienen miedo de asumir la responsabilidad de un hogar con todos sus altibajos y que rehuyen a los deberes morales y materiales de la paternidad. Estos entonces aprovechan la dirección discreta de un burdel como un filón precioso de relaciones sin consecuencias.
Existe además la cohorte de todos aquellos que, al menos públicamente y en los lugares apropiados, condenan a la mujer al oprobio: ya sea por un despecho que no han podido o tenido el coraje de superar, y que les ha hecho perder la confianza en todas la mujeres, a las que entonces declaran “instrumentos diabólicos”; o bien igualmente por hipocresía, por haber proclamado a menudo y perentoriamente su desprecio por el sexo femenino, desprecio que ellos se esfuerzan en asumir a los ojos de la sociedad, de la que por la fuerza obtienen admiración en base a una falsa virtud. Mientras tanto, noche a noche frecuentan los lupanares hasta que, a veces, se descubre su hipocresía.
Está todavía la debilidad del hombre a la búsqueda de situaciones poliándricas. Estamos muy lejos de establecer juicios de valor sobre la poliandria, que en ciertas civilizaciones fue la forma dominante en las relaciones entre el hombre y la mujer. Pero en el caso que denunciamos, impidamos los rebaños de gigolós codiciosos y holgazanes mantenidos en la comodidad por ricas damas.
Dentro de este mismo sistema —hablando en un plano económico—, la prostitución puede incluir tanto a la prostítuta como a la mujer casada por “interés”. La única diferencia entre la mujer que vende su cuerpo en la prostitución y aquella que se vende en el matrimonio es el precio y la duración del contrato.
Por tanto, al tolerar la existencia de la prostitución rebajamos a todas la mujeres a un mismo rango: prostitutas o esposas. La única diferencia es que la esposa legítima, aunque también oprimida, al menos se beneficia con el sello de respetabilidad que le confiere el matrimonio. En cuanto a la prostituta, solo le queda el valor mercantil de su cuerpo, valor que fluctúa a merced del valor que lleven las carteras falocráticas.
¿Acaso no es ella solo una mercancía que se valoriza o se desvaloriza en función del grado al que se marchitan sus encantos? ¿Acaso no la rigen la ley de la oferta y la demanda?
La prostitución constituye la esencia trágica y dolorosa de todas las formas de la esclavitud femenina.
En consecuencia, en cada prostituta debemos ver un dedo acusador que denuncia a toda la sociedad. Cada proxeneta, cada socio de la prostitución, bate el cuchillo en esta herida purulenta y abierta que desfigura el mundo del hombre y lo conduce a la ruina. Por tanto, al combatir la prostitución, al tender una mano de salvación a la prostituida, estamos salvando a nuestras madres, a nuestras hermanas y a nuestras esposas de esta lepra social. Nos salvamos a nosotros mismos. Salvamos al mundo.
La condición de la mujer en Burkina Faso
Mientras la sociedad considera a un niño que nace como un “don de Dios”, el nacimiento de una niña se acepta, si no como una fatalidad, a lo mejor como un presente que servirá para producir alimentos y para reproducir la especie hamana.
El varoncito pronto aprenderá a pedir y a obtener, a demandar y ser servido, a desear y a tomar, a decidir sin que se le contradiga. A la futura mujer, por el contrario, la sociedad como un hombre —y “como un hombre” es el término apropiado— le asesta golpe tras golpe inculcándole normas sin sentido. Camisas de fuerza psicológicas llamadas virtudes crean en ella un espíritu de enajenamiento personal, desarrollando en esta criatura la preocupación de ser protegida y la predisposición a establecer alianzas tutelares y transacciones matrimoniales. ¡Qué fraude mental más monstruoso!
De esta manera, infante sin infancia, la niña, a partir de los tres años, deberá responder a su razón de ser: servir, ser útil. Mientras que su hermano de cuatro, cinco o seis años juega hasta el cansancio o el aburrimiento, a ella se la incorpora sin miramientos al proceso de producción. Ella ya tiene un oficio: asistente de ama de casa. Una ocupación por cierto no remunerada, a tal punto que al referirnos a una mujer en la casa decimos generalmente que ella “no hace nada”. ¿No inscribimos acaso, en los documentos de identidad de las mujeres que no reciben remuneración las palabras “ama de casa”, para indicar que ellas no están empleadas, que ellas “no trabajan”? Con ayuda de ritos y obligaciones de sometimiento, nuestras hermanas se vuelven más y más dependientes, más y más dominadas, más y más explotadas, y con menos y menos ocio o tiempo libre.
Mientras el muchacho encontrará en su camino ocasiones para desarrollarse y asumir las riendas, la camisa de fuerza social irá apretando a la joven más y más en cada etapa de su vida. Por haber nacido hembra, ella pagará un fuerte tributo durante su vida, hasta el momento en que el peso de su trabajo y los efectos de su abnegación —física y mentalmente— la conduzcan al día del descanso eterno.
Un factor de producción al lado de su madre —desde ese momento más su patrona que su progenitora—, a la niña nunca se la deja que se siente sin hacer nada, jamás se la deja olvidada en sus juegos y a sus juguetes, como a su hermano.
A donde sea que miremos —desde la planicie central del nordeste, donde predominan las sociedades de poder fuertemente centralizado, o en el oeste donde existen comunidades rurales con un poder no centralizado, o en el sudoeste, territorio de las colectividades segmentadas— la organización social tradicional presenta al menos un punto común: la subordinación de las mujeres. En este ámbito, en nuestras 8 mil aldeas, en nuestras 600 mil parcelas y en nuestros más de un millón de hogares, se observan comportamientos idénticos o similares. Aquí y allá, el imperativo de cohesión social definido por los hombres requiere la sumisión de las mujeres y la subordinación de los menores.
Nuestra sociedad —todavía demasiado primitivamente agraria, patriarcal y poligámica— hace de la mujer un objeto de explotación por su fuerza de trabajo y un objeto de consumo por su función de reproducción biológica.
¿Cómo logra vivir la mujer dentro de esta doble identidad tan peculiar: de ser nudo vital que vincula a todos los miembros de la familia y que garantiza con su presencia y su atención la unidad de la misma; y de ser marginada e ignorada? Es una verdadera condición híbrida, donde el ostracismo impuesto solo se equipara a la estoica resistencia de la mujer. Para vivir en armonía con la sociedad de los hombres, para conformarse a los dictados de los hombres, la mujer se resigna a una quietud absoluta degradante, negativista, por sacrificio propio.
Mujer fuente de vida, y a la vez mujer objeto. Madre, y a la vez doméstica servil. Mujer que nutre, y a la vez mujer coartada. Sujeta al impuesto de tala en los campos y a la faena gratuita en el hogar y, sin embargo, figurante sin rostro ni voz. Mujer articulación, mujer encrucijada, y a la vez mujer en cadenas. Mujer sombra de la sombra del hombre.
Ella es pilar del bienestar familiar, partera, lavandera, barrendera, cocinera, mensajera, ama de casa, agricultora, curandera, hortelana, molinera, vendedora, obrera. Es una fuerza de trabajo con herramientas anticuadas, acumulando cientos de miles de horas para lograr rendimientos de manera desesperada. Estando ya en cuatro frentes de combate —contra la enfermedad, el hambre, la pobreza y la degeneración—, nuestras hermanas subsisten cada día la presión de cambios sobre los cuales no tienen ningún control. Por cada uno de los 800 mil hombres que emigran a otros países, cada mujer asume una carga de trabajo adicional. Por tanto, los 2 millones de burkinabés que residen fuera del territorio nacional han contribuido a agravar el desequilibrio entre el número de hombres y mujeres, lo que hace que hoy las mujeres constituyan el 51.7 por ciento de la población total. De la población residente potencialmente activa, ellas son el 52.1 por ciento.
Demasiado atareada para dedicar la atención deseada a sus niños, demasiado exhausta para pensar en sí misma, la mujer continúa trabajando como esclava: rueda de la fortuna, rueda de fricción, rueda motriz, rueda de repuesto, noria gigante. Torturadas en la rueda y vejadas, las mujeres, nuestras hermanas y esposas, pagan por haber brindado la vida. Socialmente relegada a un tercer lugar, después del hombre y del niño, ella paga por sustentar la vida. A ella también, como al tercer mundo, se la mantiene arbitrariamente en el atraso para dominarla y para explotarla.
Es dominada y transferida de una tutela protectora que la explota a una tutela dominadora que la explota más aún. Es la primera en el trabajo y la última en el reposo. La primera en ir en pos de agua y leña, en el fuego, pero la última en apagar su sed. Autorizada a comer solo si sobra, y después del hombre. Piedra clave de la familia que lleva sobre sus hombros, en sus manos y en su vientre a la familia y a la sociedad, la mujer recibe en pago ideologías de natalidad opresivas, tabúes y restricciones alimentarias, trabajo de más, desnutrición, embarazos peligrosos, despersonalización y un sinfín de males más que hacen de la mortalidad materna una de las taras más intolerables, más indecibles y más vergonzosas de nuestra sociedad.
Sobre este substrato enajenante, la intrusión de depredadores venidos de lejos ha contribuido a fomentar el aislamiento de las mujeres y a empeorar su precaria condición. La euforia de la independencia ha olvidado a la mujer en un lecho de anhelos frustrados. Segregada en las deliberaciones, ausente de las decisiones, vulnerable (por tanto víCtima predilecta), sigue sometida a la familia y a la sociedad. El capital y la burocracia han contribuido a mantener a la mujer subyugada. El imperialismo ha hecho el resto.
Con un nivel de escolaridad dos veces inferior al de los hombres —el 99 por ciento son analfabetas, tienen poca formación en los oficios—, discriminadas en el empleo, limitadas a funciones subalternas, las primeras a quienes se hostiga y se despide, sometidas al peso de cien tradiciones y miles de excusas, las mujeres han seguido superando esos reveses incesantes. Deben seguir activas, cueste lo que cueste, para los niños, para la familia y para la sociedad. A través de mil noches sin aurora.
El capitalismo necesita el algodón, la nuez de karité y el ajonjolí para sus industrias. Y son las mujeres, nuestras madres, quienes se ven encargadas, además de las tareas que realizan ya, de la recolección de esos productos. En las ciudades, donde supuestamente existe la civilización emancipadora de la mujer, se ve obligada a decorar las salas de la burguesía, a vender su cuerpo para vivir o a servir de cebo comercial en las producciones publicitarias.
No hay duda que en el plano material, las mujeres de la pequeña burguesía de las ciudades viven mejor que las mujeres de nuestras campiñas. Pero ¿son ellas más libres, más emancipadas, más respetadas, tienen más responsabilidades? Más que plantear una pregunta, hay que hacer una afirmación para avanzar.
Quedan numerosos problemas por resolver. Ya sea que se trate de empleos o acceso a la educación, o de la condición de la mujer de acuerdo a los textos legislativos o de la vida concreta cotidiana, la mujer burkinabé todavía va a la zaga del hombre en vez de marchar junto a él
Los regímenes políticos neocoloniales que se han sucedido en el poder en Burkina no han tenido más que un enfoque burgués sobre la cuestión de la emancipación de la mujer, que no es más que la ilusión de libertad y de dignidad. Solo algunas mujeres de la pequeña burguesía de las ciudades se preocuparon por la política de moda de la condición femenina 0, mejor dicho, por un feminismo primitivo que reivindica para la mujer el derecho de ser masculina.
Por tanto, la creación de un Ministerio de la Condición de la Mujer, dirigido por una mujer, fue coreada como una victoria. Pero ¿se tenía realmente conciencia de la condición femenina? ¿Se tenía conciencia de que la condición femenina es la condición del 52 por ciento de la población burkinabé? ¿Se sabía que esta condición está determinada por las estructuras sociales, políticas, económicas y por las concepciones retrógradas dominantes? ¿Y que, en consecuencia, la transformación de dicha condición no recaerá en un solo ministerio, aunque esté dirigido por una mujer?
Esto es tan cierto que, a pesar de varios años de existencia de este ministerio, las mujeres de Burkina han podido constatar que nada ha cambiado en su condición. Y no podía ser distinto en la medida que el enfoque de la cuestión de la emancipación de la mujer que había conducido a la creación del tal remedo de ministerio rehusara ver y poner en evidencia —en fin, tener en cuenta—, las verdaderas causas de la dominación y explotación de la mujer.
Así que no nos debe sorprender que a pesar de la existencia de este ministerio, la prostitución se ha desarrollado, el acceso de las mujeres a la educación y al empleo no ha mejorado, los derechos cívicos y políticos de las mujeres siguen siendo ignorados, que las condiciones de vida de las mujeres tanto en la ciudad como en el campo no han mejorado en absoluto.
¡Mujer bisutería, mujer coartada política en el gobierno, mujer sirena clientelista en las elecciones, mujer robot en la cocina, mujer frustrada por la resignación y las inhibiciones que se le imponen a pesar de su disposición de ánimo! Cualquiera que sea su lugar en el espectro del dolor, ya sea un estilo urbano o rural de sufrir, ella sufre siempre.
Pero una sola noche colocó a la mujer en el corazón del auge familiar y en el centro de la solidaridad nacional. Portadora de libertad, la aurora que sucedió a la noche del 4 de agosto de 1983, hizo un llamado para que marcháramos juntos, como iguales, solidarios y complementarios, lado a lado, como un solo pueblo. La revolución de agosto encontró a la mujerburkinabé en un estado de subyugación, explotada por una sociedad neocolonial fuertemente influenciada por la ideología de fuerzas retrógradas. Debía romper con esa política reaccionaria, propugnada y seguida hasta entonces en cuanto a la emancipación de la mujer, y definir de forma clara una política nueva, justa y revolucionaria.
Nuestra revolución y la emancipación de la mujer
El 2 de octubre de 1983, el Consejo Nacional de la Revolución enunció claramente en su Discurso de Orientación Política cuál sería el eje principal en el combate por la liberación de la mujer. El consejo se ha comprometido a tra- bajar para la movilización, la organización y la unión de todas las fuerzas vivas de la nación… y de la mujer en particular. A propósito de la mujer, el Discurso de Orientación Política precisa: “La mujer se integrará a todas las batallas que hemos de emprender contra las distintas trabas de la sociedad neocolonial y por la edificación de una sociedad nueva. Se integrará —a todos los niveles de concepción, de toma de decisiones y de ejecución— en la organización de la vida de la nación entera. El objetivo final de toda esta gran empresa es construir una sociedad libre y próspera donde la mujer sea igual al hombre en todos los ámbitos”.
No puede haber forma más clara de concebir y de enunciar la cuestión de la mujer y la lucha de emancipación que nos espera. “La verdadera emancipación de la mujer es aquella que confiere responsabilidades a la mujer, que la vincula a las actividades productivas, a los diferentes combates que enfrenta el pueblo. La verdadera emancipación de la mujer es la que conmina el respeto y la consideración de parte del hombre”.
Lo que se indica aquí muy claramente, camaradas militantes, es que el combate por la liberación de la mujer es, sobre todo, el combate de todas ustedes para reforzar la revolución democrática y popular. Esta revolución que a partir de ahora les da la palabra y el poder de decir y obrar a fin de edificar una sociedad de justicia y de igualdad, donde el hombre y la mujer tengan los mismos derechos y los mismos deberes. La revolución democrática y popular ha creado las condiciones para tal combate liberador. Ahora les corresponde a ustedes obrar con la máxima responsabilidad para, por una parte, romper con todas las cadenas y trabas que esclavizan a la mujer en las sociedades atrasadas como la nuestra y, por otra parte, asumir la parte de responsabilidad que les corresponde en la política de edificación de la sociedad nueva en beneficio de África y en beneficio de toda la humanidad.
Ya desde las primeras horas de la revolución democrática y popular, dijimos: “La emancipación, como la libertad, no se otorga, se conquista. Atañe a las mujeres mismas impulsar sus reivindicaciones y movilizarse para conquistarlas”. Por tanto nuestra revolución no solo ha precisado el objetivo a lograr en relación con la lucha de emancipación de la mujer, sino que también ha indicado cuál es el camino a seguir, los medios a utilizarse al obrar y quiénes han de ser los protagonistas en esta lucha.
Hace ya cuatro años que hombres y mujeres hemos trabajado juntos para conseguir victorias y avanzar hacia el objetivo final. Debemos estar conscientes de las batallas libradas, de los éxitos logrados, de los fracasos sufridos y de las dificultades encontradas a fin de prepararnos de antemano y dirigir los combates futuros. ¿Qué obra ha realizado la revolución democrática y popular para la emancipación de la mujer?
¿Cuáles son las ventajas y las desventajas?
Uno de los logros principales de nuestra revolución en la lucha por la emancipación de la mujer ha sido, sin duda, la creación de la Unión de Mujeres de Burkina (UFB). La creación de esta organización constituye un logro mayor porque ha permitido dar a las mujeres de nuestro país un marco de referencia y medios seguros para librar una lucha victoriosa. La creación de la UFB es una gran victoria porque permite la movilización de todas las mujeres militantes en torno a objetivos precisos, justos, para el combate liberador, bajo la dirección del Consejo Nacional de la Revolución.
La UFB es la organización de las mujeres militantes y responsables, resueltas a trabajar para transformar, a combatir para vencer, a caer y volver a caer, pero alzándose cada vez para avanzar sin retroceder. Esa es la conciencia nueva que ha germinado en las mujeres de Burkina y nos debe de enorgullecer a todos.
Camaradas militantes, la Unión de Mujeres de Burkina es su organización de combate. A ustedes les corresponde seguirla afilando para que sus estocadas sean más profundas y puedan conseguir un sinfín de victorias.
Las diferentes iniciativas que el gobierno ha podido emprender a favor de la emancipación de la mujer en un lapso de algo más de tres años son, desde luego, insuficientes Sin embargo, han permitido emprender la ruta, al punto. que nuestro país se encuentra hoy en la vanguardia del combate por la liberación de la mujer. Nuestras mujeres participan más y más en la toma de decisiones y del ejercicio real del poder popular. Las mujeres de Burkina están presentes en todos los lugares donde se construye el país. Están en todas las obras: en el [proyecto de irrigación del valle del] Sourou, en la reforestación, en los comandos de vacunación, en las operaciones pro “Ciudades Limpias”, en la batalla por el ferrocarril, entre otras cuestiones trascendentes.
De manera progresiva, las mujeres de Burkina han sentado pie y se han ido imponiendo, derribando así todas las premisas machistas y retrógradas de los hombres. Y esto será así hasta que la mujer de Burkina esté presente en todo el tejido social y profesional. Nuestra revolución durante los tres años y medio, ha trabajado por la eliminación progresiva de todas las prácticas que contribuyen a desvalorizar a la mujer, tales como la prostitución y otras actividades paralelas como la vagancia y la delincuencia juvenil femenina, los matrimonios forzados, la circuncisión femenina, y las condiciones de vida particularmente penosas en que vive la mujer.
Al contribuir a resolver por todas partes el problema del agua, al contribuir también a instalar molinos en los pueblos, al popularizar los hornillos mejorados, al crear guarderías populares, al practicar las vacunaciones periódicas, al instar a una alimentación saludable, abundante y variada, la revolución ha contribuido sin lugar a dudas a mejorar las condiciones de vida de la mujer burkinabé.
Por su parte, la mujer debe comprometerse más en la aplicación de las consignas antiimperialistas. Al producir y consumir productos burkineses se afirma siempre como un agente económico de primer orden, como productora y consumidora de productos locales.
La revolución de agosto indudablemente ha hecho mucho por la emancipación de la mujer, pero aún está lejos de estar satisfecha. Nos queda mucho por hacer. Y para mejor lograr lo que nos resta por hacer, debemos estar más conscientes de las dificultades a vencer. Los obstáculos y dificultades son numerosos. Y en primer lugar están el analfabetismo y el bajo nivel de conciencia política, acentuados ambos todavía por la influencia enorme de las fuerzas retrógradas en sociedades atrasadas como la nuestra. Debemos trabajar con perseverancia para vencer esos dos obstáculos principales. En tanto la mujer no posea una clara conciencia de la justeza del combate político a realizar y de los medios a emplear para acometer la obra, corremos el riesgo de estancarnos e incluso retroceder.
Por eso la Unión de Mujeres de Burkina debe asumir plenamente su papel. Las mujeres de la UFB deben trabajar para superar las deficiencias propias, para romper con las prácticas y comportamientos que siempre se consideraron propios de la mujer y que desgraciadamente todavía podemos constatar cada día en las expresiones y la conducta de muchas de ellas.
Nos referimos a esas mezquindades como los celos, el exhibicionismo, las críticas incesantes y gratuitas, negativas y sin principios, la difamación mutua, el subjetivismo a flor de piel, las rivalidades, etcétera. Una mujer revolucionaria debe vencer este tipo de comportamientos que se acentúan particularmente entre las mujeres de la pequeña burguesía. Estos son de tal naturaleza que atentan contra el trabajo colectivo, a la vez que la lucha por la liberación de la mujer es un trabajo organizado que requiere, en consecuencia, de la contribución de la colectividad de las mujeres.
Colectivamente debemos velar siempre por que la mujer tenga acceso al trabajo: ese trabajo emancipador y liberador que garantiza a la mujer la independencia económica, un papel social más importante y un conocimiento más preciso y más completo del mundo.
Nuestra comprensión del poder económico de la mujer debe separarse de la codicia vulgar o de la avidez materialista burda que vuelven a ciertas mujeres bolsas de valores especuladoras o cajas fuertes ambulantes. Esto tiene que ver con mujeres que pierden toda dignidad, todo control y todo principio en el instante que se manifiesta el brillo de las alhajas o que se escucha el crujido de los billetes. Desgraciadamente, algunas de estas mujeres llevan a sus maridos a exceso de deudas, incluso a la malversación y a la corrupción. Estas mujeres son como un fango peligroso y fétido que atenta contra el fervor revolucionario de los maridos o compañeros militantes. Existen casos tristes en que la llama revolucionaria ha sido extinguida y el compromiso del marido con la causa del pueblo ha sido traicionado en beneficio de una mujer egoísta e irascible, celosa y envidiosa.
La educación y la emancipación económica de la mujer, de no ser bien interpretadas y orientadas de manera útil, pueden ser una fuente de desgracia para la mujer, y por tanto para la sociedad. Solicitadas como amantes y esposas en los buenos tiempos, se las abandona cuando sobreviene una crisis. El juicio que se difunde es implacable para ellas: a la intelectual “le va mal” y a la rica se la ve con recelo. A ambas se las condena a una situación de celibato, lo que no sería grave, si no fuera porque es la expresión de un ostracismo disimulado que toda la sociedad ejerce contra estas personas, víctimas inocentes porque ignoran por completo cuál es su “crimen” y su “defecto”, frustradas porque cada día extingue su sensibilidad, la cual se transforma en irascibilidad e hipocondría. Para muchas mujeres, la sabiduría les ha brindado decepciones y la gran riqueza ha alimentado los infortunios.
La solución a estas paradojas aparentes reside en la capacidad que tengan estas desdichadas mujeres instruidas o ricas para poner su enorme educación y sus grandes riquezas al servicio de su pueblo. Al hacerlo serán apreciadas y admiradas por tantas y tantas personas a quienes habrán llevado un poco de felicidad. ¿Cómo van a sentirse solas en esas condiciones? ¿Cómo no van a conocer la plenitud sentimental cuando del amor de sí y para sí han hecho el amor de otros y para otros?
Nuestras mujeres no deben retroceder ante los combates multiformes que llevan a una mujer a tomar riendas de forma plena, valiente y orgullosa, a fin de vivir la dicha de ser ella misma y no de ser domesticada por el hombre.
Aún hoy día, para muchas de nuestras mujeres, someterse al abrigo de un hombre sigue siendo el alivio más seguro contra el “qué dirán” opresor. Se casan así, sin amor y sin la alegría de vivir, en beneficio solo de un grosero, de alguien deprimente que está al margen de la vida y de las luchas del pueblo. Con frecuencia, algunas mujeres exigen una independencia altanera, reclamando al mismo tiempo ser protegidas, o lo que es peor, que se las ponga bajo el protectorado colonial de un hombre. Ellas no creen poder vivir de otra manera.
¡No! Debemos repetir a nuestras hermanas que si el matrimonio no aporta nada a la sociedad y si no les brinda felicidad, no es indispensable y hay que evitarlo. Por el contrario, a diario pongámosle el ejemplo de aquellas pioneras osadas e intrépidas, que en el celibato, con o sin hijos, florecen y brillan por sí mismas, desbordando riqueza y una buena disposición hacia los demás. Son motivo de envidia para las casadas desdichadas debido a las simpatías que despiertan y al gozo que obtienen por su libertad, su dignidad y su dedicación a los demás.
Las mujeres han dado pruebas suficientes de su capacidad para sostener una familia, criar hijos y, en una palabra, ser responsables, sin necesidad de estar sometidas a la tutela de un hombre. Nuestra sociedad ha evolucionado lo suficiente como para que cese la injusta discriminación contra la mujer sin marido. Revolucionarios, debemos obrar de modo que el matrimonio sea una opción que valorice y no una lotería donde uno sabe lo que cuesta abrir la apuesta pero desconoce qué va a ganar. Los sentimientos son demasiado nobles para tumbarlos con golpes lúdicos.
Sin duda alguna, otra dificultad reside en la actitud feudal, reaccionaria y pasiva de muchos hombres quienes por su comportamiento se quedan en la zaga. Estos no tienen la menor intención de abdicar el dominio total que ejercen sobre la mujer, tanto en el hogar como en la sociedad en general. En la lucha para edificar una sociedad nueva —que es un combate revolucionario— estos hombres por su comportamiento se colocan del lado de la reacción y de la contrarrevolución. Puesto que la revolución no podría triunfar sin la verdadera emancipación de la mujer.
Por lo tanto, camaradas militantes, debemos tener una clara conciencia de estas dificultades para afrontar mejor los combates que vienen. La mujer, tanto como el hombre, posee cualidades pero también defectos, y esto es sin duda prueba que la mujer es igual al hombre. El hecho de hacer hincapié de forma deliberada en las cualidades de la mujer, no significa que tengamos una visión idealista de ella. Simplemente tratamos de destacar esas cualidades y esas capacidades que el hombre y la sociedad han ocultado siempre a fin de justificar la explotación y la dominación de la mujer.
¿Cómo nos debemos organizar para acelerar la marcha hacia la emancipación?
Si bien nuestros recursos son irrisorios, lo que ambicionamos es grande. Nuestra voluntad y nuestra convicción son firmes para avanzar, pero no lo suficiente para que hagamos nuestra apuesta. Debemos concentrar nuestras fuerzas, todas nuestras fuerzas, desplegarlas y coordinarlas a fin de ganar la batalla.
Después de más de dos décadas, en nuestro país la emancipación ha sido tema de muchas discusiones, en definitiva, muy emotivas. Hoy día es necesario abordar la cuestión de la emancipación de una manera global, sin evadir nuestras responsabilidades, porque el resultado de eso es no lograr involucrar en la lucha a todas las fuerzas y redunda en que esta cuestión central se torne marginal. Asimismo, también hay que evitar ir demasiado aprisa al avanzar, dejando rezagados a quienes, sobre todo las mujeres, debieran estar en la primera fila.
A nivel gubernamental, guiado por las directrices del Consejo Nacional de la Revolución, se pondrá en vigencia un Plan de Acción coherente en favor de las mujeres, que involucrará al conjunto de los departamentos ministeriales, a fin de determinar la responsabilidad de cada uno, a corto y a mediano plazo. Este Plan de Acción, lejos de ser un catálogo de deseos piadosos y otras consideraciones, deberá constituir la línea directriz de la intensificación de la acción revolucionaria. Ya que es al calor de la lucha que se obtienen las victorias más importantes y decisivas.
Este Plan de Acción debemos concebirlo nosotros, para nosotros. De nuestros debates extensos y democráticos deberán salir resoluciones audaces que hagan efectiva nuestra fe en la mujer. ¿Qué es lo que hombres y mujeres desean para las mujeres? Esto es lo que incluiremos en nuestro Plan de Acción. Este Plan de Acción, que envolverá a todos los departamentos ministeriales, se apartará resueltamente de la actitud que consiste en marginar la cuestión de la mujer y exonerar a los responsables que, a través de su actividad cotidiana, debían y podían contribuir de forma significativa a resolver este problema.
Este nuevo enfoque multidimensional de la cuestión de la mujer se deriva de nuestro análisis científico de su origen, de sus causas y de su importancia dentro del marco nuestro proyecto de una sociedad nueva, libre de todas formas de explotación y de opresión. No se trata aquí de implorar por la condescendencia de quienes están en favor de la mujer. Se trata de exigir —en nombre de la revolución que ha llegado para dar y no para quitar— que se haga justicia por la mujer.
De aquí en adelante, la acción de cada ministerio, de cada comité de administración ministerial, será juzgado, no solo por los resultados globales usuales, sino también en función de los logros obtenidos al llevar a cabo el mencionado Plan de Acción. A este efecto, los resultados estadísticos necesariamente van a incluir la parte de la actividad emprendida que beneficie a las mujeres o que les concierna.
La cuestión de la mujer deberá estar presente en la mente de todos los que tomen decisiones, en todo momento y en todas las fases de la concepción y ejecución de los planes de desarrollo. Concebir un proyecto de desarrollo sin la participación de la mujer es como usar solo cuatro dedos cuando tenemos diez. Es precipitarse al fracaso.
Al nivel de los ministerios encargados de la educación, se velará muy particularmente por que el acceso de las mujeres a la educación sea una realidad, una realidad que constituya un paso cualitativo hacia la emancipación. Es un hecho que donde sea que las mujeres tienen acceso a la educación, la marcha hacia la emancipación se ha visto acelerada. El salir de la noche de la ignorancia en efecto permite a las mujeres expresar y utilizar las armas del conocimiento para ponerse a disposición de la sociedad. De Burkina Faso deben desaparecer todas las formas ridículas y retrógradas que hacían que solo la educación de los varones se percibiera como importante y rentable, mientras que la de la hija no era más que un despilfarro.
Los padres deberán prestar igual grado de atención por las hijas en la escuela que el que le brindan a los hijos, motivo de todo su orgullo. Porque las mujeres no solo han demostrado que son iguales a los hombres en la escuela —cuando no sencillamente mejores—, sino que sobre todo tienen el derecho a la educación para aprender y para saber: para ser libres. En las futuras campañas de alfabetización, el nivel de participación de las mujeres se deberá elevar para que corresponda a la importancia numérica que tienen en la población; pues sería una injusticia inmensa el mantener a una fracción tan importante de la población —la mitad— en la ignorancia.
Al nivel de los ministerios encargados del trabajo y de la justicia, los textos deberán adaptarse constantemente a los cambios que ha experimentado nuestra sociedad desde el 4 de agosto de 1983, a fin de que la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer sea una realidad tangible. El nuevo código de trabajo, en proceso de elaboración y debate, deberá ser la expresión de las aspiraciones profundas de nuestro pueblo por la justicia social, y marcar una etapa importante en la tarea de destrucción del aparato neocolonial: un aparato de clases que ha sido moldeado y forjado por los regímenes reaccionarios para perpetuar el sistema de opresión de las masas populares y en especial de las mujeres.
¿Cómo podemos continuar aceptando que por un mismo trabajo la mujer gane menos que el hombre? ¿Cómo podemos aceptar la existencia del levirato y de la dote que reducen a nuestras hermanas y nuestras madres a la condición de bienes vulgares que son objeto de transacciones? Existen tantas leyes medievales que aún le son impuestas a nuestro pueblo, a las mujeres de nuestro pueblo. Es justo que por fin se haga justicia.
Al nivel de los ministerios encargados de la cultura y de la familia —en colaboración estrecha con la Unión de Mujeres de Burkina—, se hará un esfuerzo particular para que surja una nueva mentalidad que rija las relaciones sociales. Tanto la madre como la esposa tienen, dentro de la revolución, papeles importantes y específicos que desempeñar dentro del marco de las transformaciones revolucionarias. La educación de los niños, el manejo correcto de los presupuestos familiares, la práctica de la planificación familiar, la creación de un ambiente familiar, el patriotismo, todos estos son atributos importantes que deben contribuir eficazmente al nacimiento de una moral revolucionaria y de un estilo de vida antiimperialista, preludio de una sociedad nueva.
Dentro del hogar, la mujer tiene que poner un empeño particular para participar en la mejora de la calidad de vida. Como burkinabé, vivir bien significa alimentarse bien y vestirse bien con productos burkineses. Significa mantener una vivienda limpia y agradable, pues el impacto de esa vivienda es importantísimo para las relaciones entre los miembros de una misma familia. Una vivienda sucia y desagradable engendra relaciones de la misma naturaleza. No tenemos más que observar a los cerdos para convencernos de esto.
Por otra parte, la transformación de las mentalidades será incompleta si la mujer nueva debe vivir con un hombre chapado a la antigua. ¿Dónde es más pernicioso el complejo de superioridad del hombre sobre la mujer y dónde más decisivo que en el hogar, donde la madre, cómplice y culpable, cría a sus hijos dentro de un sistema de reglas sexistas y de desigualdad? Son estas mujeres quienes perpetúan los complejos sexuales, desde el comienzo de la educación y de la formación del carácter.
Además, ¿para qué servirán nuestros intentos de movilizar a un militante durante el día si en la noche el neófito debe regresar al lado de una mujer reaccionaria y desmovilizadora? ¡Y qué decir de las tareas domésticas, absorbentes y embrutecedoras, que a uno lo tienden a transformar en un robot sin permitir el menor respiro para la reflexión! Por eso debemos dirigir nuestra acción de manera resuelta hacia los hombres, a fin de desarrollar, a gran escala, infraestructuras sociales tales como las casas cunas, las guarderías populares y los comedores. Estos permitirán que las mujeres participen más fácilmente en el debate revolucionario, en la acción revolucionaria. Tanto el niño al que se rechaza como el fracaso de su madre, como el que monopoliza el orgullo de su padre, deberán ser motivo de preocupación de toda la sociedad y beneficiarios de su atención y de su afecto.
A partir de ahora, el hombre y la mujer se deberán dividir todas las tareas del hogar.
El Plan de Acción en favor de las mujeres deberá constituir una herramienta revolucionaria para lograr la movilización general de todas las estructuras políticas y administrativas dentro del proceso de liberación de la mujer.
Camaradas militantes, les repito: a fin de que este plan responda a las necesidades reales de las mujeres, deberá ser objeto de debates democráticos al nivel de todas las estructuras de la UFB.
La UFB es una organización revolucionaria. Como tal, es una escuela de democracia popular regida por los principios organizativos que son la crítica, la autocrítica y el centralismo democrático. Aspira a diferenciarse de aquellas organizaciones donde la mistificación se ha impuesto sobre los objetivos concretos. Pero esta diferenciación no será efectiva ni permanente a menos que las militantes de la UFB libren una lucha resuelta contra las taras que, lamentablemente, aún persisten en ciertos círculos femeninos.
No se trata de agrupar mujeres para las galerías o para otros motivos ulteriores demagógicos, electoralistas o simplemente reprensibles. Se trata de agrupar a las combatientes para ganar victorias. Se trata de luchar ordenadamente y en torno a programas de actividades aprobados democráticamente en el seno de sus comités, dentro del marco bien entendido de la autonomía organizativa propia a cada estructura revolucionaria.
Cada responsable de la UFB deberá estar compenetrada de su papel dentro de la estructura que le corresponda, a fin de poder ser eficaz en la acción. Esto le exige a la Unión de mujeres de Burkina emprender enormes campañas de educación política e ideológica entre sus responsables, para fortalecer el plan organizativo de las estructuras de la UFB a todos los niveles.
Camaradas que militan en la UFB, su unión —nuestra unión— debe participar plenamente en la lucha de clases al lado de las masas populares. Los millones de conciencias dormidas, que se han despertado con la llegada de la revolución representan una fuerza pujante. El 4 de agosto de 1983, en Burkina Faso, elegimos valernos de nuestras propias fuerzas, que significa en gran parte basarnos en la fuerza que ustedes, las mujeres, representan. A fin de ser útiles, todas sus energías se deberán conjugar para liquidar las razas de explotadores, la dominación económica del imperialismo.
Como estructura de movilización, la UFB deberá forjar al nivel de las militantes una conciencia política a favor de un compromiso revolucionario total al realizar las diferentes acciones emprendidas por el gobierno para mejorar las condiciones de la mujer.
Camaradas de la UFB, son las transformaciones revolucionarias las que van a crear las condiciones necesarias para su liberación. Ustedes están doblemente dominadas por el imperialismo y por el hombre. En cada hombre se esconde un señor feudal, un falócrata que se debe destruir. Es imperativo por tanto que se adhieran a las consignas revolucionarias más avanzadas para acelerar la concreción y avanzar más rápido hacia la emancipación. Es por eso que el Consejo Nacional de la Revolución contempla con alegría su participación intensa en todos los grandes proyectos nacionales y las insta a ir todavía más lejos al dar un apoyo aún más grande a la revolución de agosto que es, sobre todo, su revolución.
Al participar de forma masiva en las grandes obras, ustedes demuestran que son más valiosas que las actividades secundarias a las que —mediante la división de tareas a nivel de la sociedad— se las ha querido confinar. Comprobamos también que su aparente debilidad física no era otra cosa que la consecuencia de las normas de coquetería y de gustos que esa misma sociedad les impone por el hecho de ser mujeres.
Al avanzar, nuestra sociedad debe dejar atrás las concepciones feudales que marginan de la sociedad a la mujer soltera, sin que percibamos claramente que es así como se traduce la relación de apropiación, que determina que cada mujer sea propiedad de un hombre. Y así despreciamos a las madres jóvenes como si ellas fueran las únicas responsables de su situación, sin reconocer que siempre hay un hombre que es culpable. Es así que a las mujeres que no tienen hijos se las oprime en base a creencias anticuadas, cuando en la actualidad es algo que se explica científicamente y que puede ser curado por la ciencia.
La sociedad impone a la mujer cánones de coquetería que afectan su integridad física: la ablación [circuncisión femenina], tallarse la piel, limarse los dientes, la perforación de los labios y de la nariz. La aplicación de estas normas de coquetería tiene un valor dudoso. En el caso de la ablación, se pone en peligro la capacidad de procreación y la vida afectiva de la mujer. Otros tipos de mutilación, aun cuando sean menos peligrosos, como la perforación de las orejas o los tatuajes, no son menos expresión del condicionamiento de la mujer, condicionamiento que le impone la sociedad si la mujer desea obtener marido.
Camaradas militantes, ustedes se cuidan para merecer un hombre. Se perforan las orejas y violentan sus cuerpos para que los hombres las acepten. ¡Se hacen daño para que el hombre les haga más daño aún!
Mujeres, camaradas de lucha, es a ustedes a quienes me dirijo. Ustedes, desdichadas tanto en la ciudad como en el campo. Ustedes, en el campo, que se doblan ante el peso de cargas diversas de la explotación vil que es “justificada y explicada”. Ustedes, en la ciudad, supuestamente felices, pero que en el fondo cotidiano son desdichadas y están sobrecargadas de tareas. Porque apenas se levanta, la mujer gira como trompo frente a su guardarropa preguntándose qué se va a poner. No para vestirse, no para cubrirse contra la intemperie sino, sobre todo, para agradar a los hombres. Ya que ella es mantenida, está obligada todos los días a buscar complacer a los hombres.
A la hora de descansar, ustedes las mujeres despliegan la triste actitud de quien no tiene derecho a descansar. Están obligadas a la ración, a imponerse la continencia y la abstinencia a fin de mantener un cuerpo que se ajuste a la silueta deseada por los hombres.
A la noche, antes de acostarse, se cubren y maquillan bajo el peso de productos que detestan tanto —sabemos que es así— pero que quizás ayuden a esconder una arruga indiscreta e inoportuna, un signo que siempre se considera prematuro, la edad que se comienza a hacer visible, o unas redondeces demasiado prematuras. Allí están, cada noche, obligadas a imponerse un ritual de dos horas para preservar un atributo, frecuentemente mal recompensado por un marido desatento, para empezar de nuevo al día siguiente, apenas rompe el alba.
Camaradas militantes, ayer, a través de los discursos de los miembros del Directorio de Movilización y Organización de la Mujer (DMOF), y siguiendo el estatuto general de los Comités de Defensa de la Revolución,* el Secretariado General Nacional de los CDR propuso el establecimiento de comités, de subsecciones y secciones de la Unión de Mujeres de Burkina. La Comisión Política, encargada de la organización y planificación, tendrá la responsabilidad de completar la pirámide organizativa al crear el Buró Nacional de la UFB.
No tenemos que tener una administración femenina para controlar burocráticamente las vidas de las mujeres, ni para hablar esporádicamente de la vida de la mujer mediante funcionarios cautelosos. Necesitamos mujeres que van a luchar porque saben que sin batallar no se podrá destruir el viejo orden ni construir un orden nuevo. No buscamos organizar lo que existe, sino destruirlo y reemplazarlo.
El Buró Nacional de la UFB deberá estar constituido por militantes convencidas y resueltas, que siempre han de estar disponibles, pues la tarea a realizar es inmensa. Y la lucha comienza en el hogar. Estas militantes deben tener conciencia de que, ante los ojos de las masas, ellas representan la imagen de la mujer revolucionaria emancipada, y deberán comportarse de forma consecuente.
Compañeras militantes y compañeros militantes, al cambiar el orden clásico de las cosas, la experiencia nos demuestra más y más que solamente el pueblo organizado es capaz de ejercer el poder democráticamente. La justicia y la igualdad son los principios básicos que permiten que las mujeres demuestren que la sociedad está equivocada al no confiar en ellas a un nivel político o económico. Por tanto, la mujer que ejerce el poder que ha conquistado en el seno del pueblo, es quien deberá rehabilitar a todas las mujeres condenadas por la historia. Nuestra revolución ha emprendido un cambio cualitativo, profundo, de nuestra sociedad. Este cambio debe necesariamente tomar en cuenta las aspiraciones de la mujer burkinabé.
La liberación de la mujer es una exigencia del futuro, y el futuro, camaradas, es por todas partes portador de revoluciones. Si perdemos el combate por la liberación de la mujer, perderemos todo derecho de esperar una transformación positiva y superior de la sociedad. Nuestra revolución dejará de tener sentido. Este es el combate noble al cual todos estamos invitados, hombres y mujeres.
¡Que nuestras mujeres pasen ahora a la primera fila! La victoria final dependerá fundamentalmente de su capacidad, de su sagacidad para luchar y de su determinación para vencer. Que cada mujer entrene a un hombre para que alcance la cima de la plenitud. Y para ello que cada una de nuestras mujeres sepa encontrar —en la inmensidad de sus tesoros de afecto y amor— la fuerza y la sabiduría para darnos ánimos cuando avancemos y renovar nuestro dinamismo cuando nos desalentemos. ¡Que cada mujer aconseje a un hombre y que cada mujer se transforme en madre de cada hombre! Ustedes nos han traído al mundo; ustedes nos han educado; ustedes han hecho hombres de todos nosotros.
Que cada mujer —ustedes que nos han guiado hasta donde estamos hoy— continúe ejerciendo y aplicando su papel de madre, su papel de guía. Que las mujeres recuerden de lo que son capaces, que cada mujer recuerde que ella es el centro de la Tierra, que cada mujer recuerde que ella está en el mundo y es para el mundo. Que cada mujer recuerde que la primera en llorar por un hombre es una mujer. Se dice, y ustedes recordarán, camaradas, que en el momento de morir, cada hombre llama con su último suspiro a una mujer: su madre, su hermana, o su compañera.
Las mujeres necesitan a los hombres para vencer. Y los hombres necesitamos las victorias de las mujeres para vencer. Porque, compañeras, al lado de cada hombre, siempre se encuentra una mujer. La mano de la mujer que ha mecido al niño del hombre, es la misma mano que mecerá al mundo entero.
Nuestras madres nos dan la vida. Nuestras esposas traen al mundo a nuestros hijos, los alimentan en su seno, los crían y hacen de ellos seres responsables, Las mujeres aseguran la permanencia de nuestro pueblo; las mujeres aseguran el devenir de la humanidad; las mujeres aseguran la continuación de nuestra obra; las mujeres aseguran el orgullo de cada hombre.
Madres, hermanas, compañeras,
No existe un hombre orgulloso que no tenga una mujer a su lado. Todo hombre orgulloso, todo hombre fuerte, saca su energía de una mujer. La fuente inagotable de la virilidad es la femineidad. La fuente inagotable, la clave de la victoria, se encuentra siempre en manos de la mujer. Es al lado de la mujer, hermana o compañera, que cada uno de nosotros recupera el ímpetu del honor y de la dignidad.
Es siempre al lado de una mujer que cada uno de nosotros retorna para encontrar y procurar consuelo, valor, inspiración para atrevernos a retornar al combate, para recibir el consejo que atempera nuestros ímpetus temerarios o nuestra irresponsabilidad presuntuosa. Es siempre al lado de una mujer que volvemos a ser hombres, y cada hombre es un niño para cada mujer.
Por tanto quien no ama a la mujer, quien no respeta a la mujer, quien no honra a la mujer, desprecia a su propia madre. En consecuencia, quien desprecia a la mujer, desprecia y destruye el lugar mismo donde ha nacido. Es decir, que se suicida porque no cree tener razón de existir, de salir del seno generoso de una mujer.
Camaradas, ¡desdichado quien desprecie a las mujeres!
A todos los hombres de aquí y de donde sean, a todos los hombres de todos los rangos sociales, de la choza que ven- que ella representa, yo les digo: “Has golpeado una roca, serás aplastado”.”
Camaradas, ninguna revolución —comenzando con la nuestra— será victoriosa en tanto las mujeres no sean liberadas. Nuestra lucha, nuestra revolución será incompleta en tanto comprendamos como liberación esencialmente la de los hombres. Después de la liberación del proletariado, todavía queda la liberación de la mujer.
Camaradas, toda mujer es la madre de un hombre. Como hombre y como hijo, no pretendo aconsejar o indicar a una mujer cuál debe ser su camino. Sería pretender querer aconsejar a una madre. Pero también sabemos que la indulgencia y el cariño de la madre hacen que escuche a su hijo, así como a sus caprichos, sus sueños y sus vanidades. Es esto lo que me consuela y me permite dirigirme a ustedes. Porque, camaradas, nosotros las necesitamos para lograr la verdadera liberación de todos. Yo sé que ustedes siempre van a encontrar la fuerza y el tiempo para ayudarnos a salvar nuestra sociedad.
Camaradas, no existe una verdadera revolución social si la mujer no es libre. Que mis ojos no vean nunca una sociedad, que mis pasos no me conduzcan nunca a una sociedad donde a la mitad del pueblo se la mantenga en el silencio. Escucho el clamor del silencio de las mujeres. Presiento el estruendo de sus borrascas y percibo la furia de su rebelión. Yo espero y ansío la irrupción fecunda de la revolución por la cual ellas transmitirán la fuerza y la justicia rigurosa que surgen de sus entrañas oprimidas.
Camaradas, avancemos hacia la conquista del futuro. El futuro es revolucionario. El futuro les pertenece a los que luchan.
¡Patria o muerte, venceremos!